Carmen Vilches
Andar sobre la
sombra de un edificio. Eso me pasa cuando camino por Barcelona en un día de
cielo despejado. Los altos edificios proyectan su noche sobre el asfalto gris y
mis pies deambulan sonámbulos por esa alfombra pétrea que a ratos es luz y a
otros es sombra. No tengo prisa. La
ciudad, a pesar del tráfico y de la gente, está en calma. O, al menos, eso me
lo parece a mí. Todo discurre lentamente. El cruzar un semáforo; el contemplar
un edificio; el detenerme frente a una floristería; el entrar a un estanco a
comprar una pitillera de plata de un tamaño que me permita guardar mi
pintalabios Russian Red de Mac; el
adquirir, por fin, el clásico reportaje de Gay Talese sobre la revolución
sexual de Occidente en el siglo XX, ‘La mujer de tu prójimo’. Como en un sueño,
voy pedaleando la bicicleta que es mi cuerpo y voy descubriendo, poco a poco,
la ciudad condal y cosmopolita que se abre ante mis ojos. El barrio gótico, con
su hermosa y delicada arquitectura; el Raval, con su multiculturalidad patente
a cada paso; el Mercado de la Boquería, con sus impolutos puestos llenos de
color y de sabores; el Parque Güell, con Gaudí asomándose en cada rincón de la
naturaleza que adornó con su genialidad; y no sigo porque nunca podría poner
punto y final a Barcelona.
De
repente, salgo de mi ensoñación, de mi
enumeración particular, porque me llama la atención una cafetería escondida y
casi oculta en una calle que no sé muy bien cuál es. Me adentro en ella y, al
traspasar la puerta, el tiempo parece acelerarse. Todo va muy rápido. La gente
entra y sale demasiado deprisa, ni siquiera puedo verles con claridad. Solo
puedo intuir sombras borrosas que aparecen y desaparecen. Pasan unos segundos
en los que creo que me estoy mareando y, al instante, todo se torna nítido. La
sala está llena de mesas de madera oscura y noble. Las paredes son de un rojo
inglés que combinan a la perfección con la tapicería de las sillas. Todo parece
muy antiguo. La gente, todos hombres, van ataviados con largos abrigos y sombreros
de copa. La mayoría fuman pipas bastante recargadas. Algunas incluso parecen de
nácar. Es muy extraño. Parece que estoy en otra época. En un momento, me parece
reconocer a alguien. Sí, es él. No me lo puedo creer. El pulso se me acelera.
Él se da cuenta de que le estoy mirando y me hace una seña para que me siente a
su lado. Me acerco pero mis pies se mueven ahora muy lentamente. Me cuesta
avanzar.
Cuando por fin llego a su lado y me siento, estoy tremendamente
agotada por el esfuerzo de caminar. Sus ojos se encuentran con los míos. Su
boca se abre para decirme algo y… “Buenos días. Son las 7 de la mañana, las 6
en Canarias. Comenzamos la actualidad del día…”. ¡Maldita sea! La radio me
acaba de despertar en el momento justo en el que Gaudí, mi arquitecto favorito,
me iba a decir algo, aunque sólo fuera ‘hola’. ¡Joder! Cuando se me pasa el
cabreo me pregunto el porqué de este sueño. ¡Ah sí! Ayer me preguntaron con qué
personaje me gustaría cenar. Recuerdo que solo respondía con nombres de
personas muertas: Paul Newman, Truman Capote, Marlon Brando, Albert Camus,
Kavafis, Chaplin, Marylin Monroe, Rocío Jurado, María Callas y un largo
etcétera. Pero claro, se me había olvidado el culpable de que con 12 años me
enamorara de Barcelona y a mis 23 me fuera a vivir allí. En mi subconsciente,
inconsciente por el sueño, Gaudí, el maestro, había vuelto para decirme que no
me olvidara de él.
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